Se encontraba el fauno bajo un árbol, tumbado. La leve brisa
acariciaba su cabello bajo el sol mientras, no muy lejos, podía oírse el cantar
de una pareja de ruiseñores. Ahí. Tras esos árboles verdes cual verde prado
noruego sin su manto invernal.
Muy relajado el fauno se sentía más algo ocurrió que él no
esperaba. Ante sus castaños ojos aparecío la más hermosa criatura que él jamás había
visto por esos lares.
¡Oh, que bella ninfa! Sus pasos son delicados cual rosa en
su perfección y su cabello rubio cae levemente tras su espalda blanquecina y
desnuda. El fauno no podía dejar de mirar dicha musa andante y solitaria. De
pronto el tiempo se detuvo. El fauno no conocía otro presente que el de los
ojos de la ninfa.
“¡Oh, dichosos ojos! ¿Cuantos secretos esconden?” se
preguntaba el fauno mientras con ayuda del tronco del laurel en pie se alzaba.
Un juego del azar, una prueba del destino.
Contemplando la dama al fauno miraba las nubes se tornaron
negras y ruidos de tambores empezaron a sonar en la lejanía. Mas nada
importaba, sus miradas seguían fijas. Ni un paso pudo dar el fauno cuando un
rayo muy cerca cayó asustando los corazones de estas dos lejanas almas.
El cielo ya negro se volvió y las nubes empezaron a soltar
litros de agua helada. Nada quería más el fauno que quedarse contemplando esa
hermosa criatura, más los ojos de la dama en tristeza se volvieron. La cabeza
agacho despacio y con un leve giro de su cuerpo media vuelta se dio y con las
negras nubes desaparecía la ninfa en un instante.
Desolado el fauno se quedó mientras el sol volvía a salir
por las lejanas montañas del norte. Volviendose a sentar el fauno en su laurel
como antaño más la imagen de aquella bella criatura permaneció en su mente como
nunca antes.