Desde
siempre me he sentido atraído por las distintas formas de vida
diferentes que pueblan nuestro planeta, es por eso que me hice
biólogo.
Mi
historia empieza cuando fui escogido, junto a otros 19 compañeros,
todos los Biólogos Españoles para un proyecto en el archipiélago
de Socotra. Se trata de un
pequeño archipiélago formado por cuatro islas y
dos islotes rocosos que parecen una prolongación del cuerno de
África (al sur de la Península Arábiga) y que se separaron del
continente hace 6 millones de años. Por ese aislamiento geológico,
esperábamos encontrar gran numero de especies endémicas. Nuestro
trabajo consistía en analizar la biodiversidad del archipiélago y
tendría una duración de un año.
El
trabajo fue difícil pero valió la pena. En esas montañas e islas
vi muchas de las cosas que harían gritar, reír y llorar a un
hombre.
Al cruzar las costas del Cuerno de África, solo nos
quedaban un par de horas de vuelo y mi desesperación y mis deseos de
comenzar esta experiencia no me dejaron dormir en casi todo el
trayecto. Me pasé la noche consultando varios libros comprados,
tiempo atrás, en librerías antiguas y olvidadas, al igual que sus
libros, mientras mis compañeros se pasaban el trayecto contando
anécdotas sobre familiares muertos en África, mosquitos gigantes o
simplemente disputando sobre temas banales, en ese momento. Debía
estar lo suficientemente informado como para analizar y clasificar
toda la biodiversidad que se encontraban es esas islas. A pesar de
mis doce años de estudios y especialización en la biodiversidad en
lugares con un clima desértico tropical, la idea de poder viajar al
lugar que llevaba estudiando toda mi vida me hacia muchísima
ilusión. Pero mi ansiedad fue sofocada, ya que en relativamente poco
tiempo llegamos a Socotra.
Al
llegar no nos esperaba ni mucho menos un comité de bienvenida, es
más, solo acudieron a nuestra llegada dos furgonetas de color blanco
con un par de personas que decían ser nuestros guías hasta el año
que viene. Nos subimos en las furgonetas y en muy poco tiempo
volvimos a ver la luz de ese cegador sol rojo que ardía en el cielo
de Socotra. Nos hospedaríamos en unas pequeñas cabañas de adobe y
paja, las cuales estaban rodeadas de una manada de pequeñas cabañas,
similares a las nuestras pero menos exuberantes y más pequeñas, que
era lo más lujosas que se podía encontrar allí. Pero lo que más
me sorprendo no fue eso, sino la cantidad de niños pequeños que
jugaban al rededor de aquellas cabañas. Todos eran de piel oscura y
vestían ropa pobre, pero al parecer con un par de piedras, una comba
hecha con hojas y una pelota deshinchada les sobraba para pasar
jugando toda su infancia. Muchos de mis compañeros rieron al ver
esta escena, pero yo sonreí y callé. Un pequeño niño con no más
de siete años me vio y me sonrió, con la sonrisa más sincera que
he podido ver en mi vida. Su aspecto y su atuendo dejaba mucho que
desear, pero no se le puede pedir más a un niño que vive en esas
circunstancias, aunque de eso me di cuenta más tarde. Aquella noche
dormí como un bebé. Después de pasarme todo el trayecto despierto,
mi cansancio llegó al limite y en cuanto deje las bolsas de ropa que
llevaba me dormí en la cama de paja que habían preparado un par de
mujeres de la tribu, tiempo antes.
Aquella
mañana desayunamos a las seis y media, y más bien poco. Pero no
había tiempo que perder, la aventura llamaba a nuestra puerta, mejor
dicho, a nuestras cabañas. A las siete ya estábamos listos para
empezar y nos llevaron a todos a una pequeña isla deshabitada
llamada Darsa. Tenía dieciséis kilómetros cuadrados y estaba junto
a otra isla llamada Samha. Aquel día solo iríamos a Darsa, en la
cual, después de pasarnos allí más de seis horas pudimos
clasificar 17 especies de plantas y algas diferentes. A las tres
estábamos de vuelta en el “poblado” que es como llamaban la
tribu a su hogar. Al volver los profesores nos dijeron que comiéramos
algo y que algunos tenían que ayudar a clasificar esas especies en
pequeñas cajas de color opaco. Al dirigirme hacia mi cabaña para
cambiarme y dejar la bolsa vi una sombra negra que salía de ella
como si tuviera miedo. Pero por mucho que se intentara ocultar yo
sabía que era aquel niño que vi ayer sonreír. Lo agarré del brazo
firmemente pero con sumo cuidado con miedo a romper su débil
estructura. El niño era inconfundible. Llevaba una camisa blanca que
le venía grande y estaba rota, unos pantalones de color café muy
cortos y rasgados y unos zapatos que se le veían los dedos y estaban
muy desgastados, pero solo en esa ocasión lo vi calzado. Tenía el
pelo rapado y unos grandes ojos risueños. El niño no sostenía nada
en sus manos, gracias a Dios, ya que no tenía intención de
sermonearle en caso de que me hubiera robado algo. Le pregunté qué
estaba haciendo en mi caballa. Él tardo tiempo en contestar, quizás
porque no hablara muy bien mi idioma o porque tenía miedo, pero al
cabo de unos segundos respondió:
-¿Es
usted médico de verdad?- su voz era inocente y risueña
Yo
reí mientras negaba con la cabeza.
-No
muchacho, no soy médico, soy biólogo, ¿sabes lo que es eso?- en
ese momento solté su brazo, pero el niño no hizo la menor reacción
a ello.
-No-
respondió mirándome fijamente.
-Pues
un biólogo es aquella persona que estudia los animales y las plantas
¿entiendes?- no quise meterme mucho en la verdadera definición de
lo que era un “biólogo” para no aburrirle.
-Y
¿qué hacéis aquí?- pregunto al cabo de unos segundos.
-Estamos
en una misión- dije yo en tono misterioso- tenemos que coger todas
las plantitas que veamos y analizarlas antes de un año, y aquí hay
lugares muy raros y plantas muy raras también.
El
niño siguió mirándome como si fuera una especie de Dios o algo
así. Al cabo de un rato decidí preguntar:
-¿Te
gustaría ayudarme?-
A
esa pregunta no tuvo problema. Me miró con los ojos muy abiertos, y
precipitadamente, respondió.
-¿Puedo?
¿En serio?-
-¡Claro!
¿Quien mejor que un habitante de estas tierras para enseñarme todo
esto?- pregunte agachándome un poco para poder mirarle a los ojos.
No
hicieron falta más palabras, con una sonrisa cerró el pacto. Pero
de repente recordé que no sabía el nombre de mi ayudante.
-Mi
nombre es Abdel- dijo después de formularle mi pregunta- ¿y tú?
-Mi
nombre es Marcos, encantado de conocerte Abdel- le extendí la mano
en signo de confianza pero Abdel no tomó mi mano. Me abrazó.
Aquella
tarde la pasamos clasificando las diecisiete especies encontradas por
la mañana. El tiempo pasó lento, pero mi ayudante se sentó al lado
mío mientras yo le contaba lo que iba haciendo. Abdel me miraba
sorprendido por todo lo que le contaba y hacía preguntas
continuamente sobre la biología y donde había aprendido tanto. Le
dije que de donde yo venía había lugares llamados Universidades,
donde podías estudiar lo que te gustara y así, de mayor trabajar en
esa profesión.
-¿Y
yo podría ir a esas “Uversidades”?- me decía mientras observaba
con una lupa un fragmento del árbol “La Rosa del Desierto”.
-Sí,
claro que podrás, si de verdad es lo que deseas-
A
lo largo de la tarde me repitió esta pregunta unas veintiocho veces.
Yo siempre le respondía lo mismo, y él siempre me devolvía una
sonrisa de oreja a oreja.
Aquella
noche no me podía dormir. Solo pensaba en que me quedaba un año
para volver a casa y que ese año lo pasaría con Abdel, pero eso no
me importaba. Al poco rato conseguí cerrar los ojos y dormir un par
de horas, pero a las seis de la mañana, aproximadamente, una sombra
se deslizó desde el exterior hasta mi caballa y me llamó con
susurros. Era Abdel.
-Marcos,
¿quieres ver una cosa?-
Al
poco rato, Abdel y yo nos encontrábamos escalando una pequeña
colina verde. Me dijo que él venía a este sitio todos los días,
pues ese lugar le recordaba a su hermana Sharay que murió de gripe
hacía un año. Su hermana era lo más parecido a una madre que había
tenido Abdel en su vida, ya que su madre murió en su parto y la
hermana, que tenía trece años, se encargaba de él. Tras su muerte
Abdel buscaba cada noche una caballa en la que hubiera espacio
suficiente para uno más, y comía de la poca comida que le daban sus
amigos y las ONGs.
A
los pocos minutos alcanzamos la cima de la colina y allí vi uno de
los paisajes que me quedaron grabados en la memoria durante toda mi
vida. Detrás de esa colina se alzaba un acantilado que daba al mar,
mientras las primeras luces del alba teñían de color rosa y celeste
el cielo y el mar.
-Aquí
fue donde me despedí de mi hermana antes de que se fuera con mamá.
Los
siguientes meses transcurrieron todos igual. Todos los días veía el
amanecer con Abdel, por la mañana iba a las islas y a las afueras de
Socotra para analizar especies de plantas y por la tarde
clasificábamos y anotábamos los resultados. Cada día era una
aventura junto a Abdel. Aquel niño sabía más de su tierra que
cualquier libro que pude leer en el viaje. Cada día Abdel me llevaba
a un lugar nuevo, y así con el paso de los días y las semanas
ibamos descubriendo un trozo más de aquella maravillosa isla, en la
que no solo había plantas y algas, sino los recuerdos de un pasado y
los sueños de un futuro.
Un
día, Abdel me llevó a una cueva donde vivían un par de guepardos
con sus crías, otro día me llevo a una cascada en un pequeño valle
oculto por entre los árboles de la selva y Abdel me contó que allí
casi nunca llovía pero aún así, era donde más agua dulce había
en la isla. Otro día me llevo a ver la sabana y a los grandes
elefantes y rinocerontes, y otro me llevo a contemplar moscas y aves.
Otro día simplemente me invitó a jugar con su pelota deshinchada.
Con el tiempo supe que aquel niño me cambiaría la vida, de un modo
u otro, pero lo haría.
Abdel
dormía y comía conmigo, no se separaba de mi, y todos los día me
preguntaba sobre la Universidad, o Uversidad , como la llamaba él.
Fueron los momentos más felices de mi vida, y me alegra haberlos
pasado con Abdel.
Al
séptimo mes de expedición en esa isla africana, Abdel cumplió los
ocho años y aquella noche la tribu le preparo una fiesta en su
honor, con danzas y cánticos. Recuerdo que con un sándwich y un
palito hice un pastel y una vela y le aconsejé que pidiera un deseo.
-Marcos,
yo lo único que quiero es estudiar Biología en tu tribu- fue su
única respuesta antes de soplar la vela-palo.
Al
poco tiempo empecé a notar a Abdel más distante. Siempre iba a la
Colina del Amanecer, que es como la llamábamos nosotros, él solo,
todas las tardes, y empezó a estar más triste y a desinteresarse
por la biología. Una semana más tarde un médico de una ONG que
venía mensualmente me dijo que Abdel sufría de tripanosomiasis
brucei rhodense, es decir, una enfermedad dada por el mosquito
africano tse-tse que pica durante el día y afecta a distintos
sistemas corporales. A Abdel empezaron a inflamársele los ganglios
linfáticos y a picarle todo el cuerpo.
El
día que lo supe fui con él a la Colina del Amanecer. Le dije que
estaba malito, pero que se iba a recuperar y que tenía que ser
fuerte. Él me miró y me preguntó:
-¿Mi
mamá y mi hermana fueron fuertes?- dijo con los ojos enrojecidos.
-Si,
hijo, fueron muy fuertes y lucharon por ponerse buenas, pero a veces,
cuando eres una persona muy buena, Dios quiere que estés con él-
dije con el corazón en la mano.
-Pero
yo no quiero ser bueno, yo quiero ir a tu tribu y estudiar en la
“Uversidad” contigo, Marcos- contestó mirando al mar.
-A
lo mejor te depara un destino mucho mejor que ese, pequeño, en un
lugar mucho mejor que este-
Las
siguientes semanas estuvimos mucho más juntos que nunca. Abdel se
había convertido en mi única familia allí, pero creo que yo
significaba mucho más para él, pero aún así ese niño poseía la
sonrisa más leal y honorable que he visto en mi vida.
Recuerdo
la última semana que pasé con él. Una noche me regalo un colgante
de cuero que llevaba colgado un colmillo.
-Es
de la cueva de guepardos. Me lo encontré en el suelo- dijo al
dármelo- con esto siempre llevarás corazón de África.
Aquel
collar hecho a mano fue una muestra de su lealtad y amistad hacia mí
y de su valentía ante los rincones oscuros que descubrimos en
África. Yo me limité a abrazarle y más tarde le dije:
-Abdel,
tu sonrisa es los ojos del mundo- supe que no lo entendería, pero
aún así me regaló una de sus últimas sonrisas.
Un
par de días después su dolor de cabeza, temblores y dolores
musculares ya eran inevitables. Su cuerpo estaba inflamado y no
dormía debido al insomnio provocado por la enfermedad. Abdel debía
guardar cama, mientras yo discutía con el médico sobre su cura. Él
aseguraba que la medicina que le daban no era suficiente y yo deseaba
llevarlo a España, donde pensaba que encontraría a un buen médico
que le pudiera curarlo. El médico me dijo que no duraría todo el
viaje, y que su enfermedad la habían empezado a tratar demasiado
tarde. Yo le maldecía y amenazaba cada vez que decía eso, pero no
servía de nada, en tal punto de la enfermedad solo se podía
esperar.
Su
última noche lo llevé a caballito a la Colina del Amanecer. Quería
que ese fuera el último lugar que viera y quería despedirme de él.
Lo
tumbé sobre mis piernas y le hable:
-Abdel,
¿como estás?- pregunté- ¿te duele mucho?
-Sí-
contestó. Al cabo de unos segundos mirando hacía los primeros rayos
de sol del día añadió:-¿He sido fuerte Marcos?
Mis
ojos estaban empañados y no pude evitar que una lágrima recorriera
mi mejilla buscando mi barbilla.
-Si,
Abdel, has sido muy fuerte, pero como te dije también eres bueno, y
Dios quiere que las personas buenas estén en su reino- mi voz se
empezó a entrecortar.
Pasaron
unos minutos hasta que Abdel dijo:
-Te
esperaré en ese reino, Marcos. Quiero volver a verte.-dijo con los
ojos llorosos y la nariz roja, mientras se rascaba la tripa.
-No
llores Abdel. Sonríe. Que tu sonrisa ilumina el mundo. Tu sonrisa es
los ojos del mundo, ¿lo recuerdas?, eh. No llores Abdel, que si tu
lloras el cielo llora también-
-Aquí
nunca llueve, Marcos.- dijo con una sonrisa en los labios.
Unos
segundos más tarde el sol empezaba a salir entre el mar y a iluminar
el cielo.
-¿Ves?
Te he dicho que tu sonrisa ilumina el mundo, ¿ves, Abdel?- intentaba
darle algún tema del que hablar porque la simple idea de no volver a
escucharlo caía sobre mí cual yunque.
-Si-
dijo con un hilo de voz.
Miró
al cielo y sonrió, y dijo:
-Marcos,
gracias-
-¿Por
qué, Abdel? Has sido tú quien me ha enseñado la belleza de esta
isla, él que me ha enseñado lo que verdaderamente significa la
palabra humildad y que con poco se puede vivir como un rey. No des
las gracias. He ser yo quien te las de a ti-
Quizás
no me oyó, o simplemente uso su último hilo de voz para decirme:
-Gracias
por estar a mi lado- y ahí, en ese preciso momento los ojos de Abdel
se cerraron y el último gesto de su cara fue una leve sonrisa.
Aquella
tarde la tribu enterró a Abdel en la Colina del Amanecer para que,
día tras día, pudiera ver como su sonrisa iba iluminando cada vez
más y más partes del mundo.
Sé
que Abdel me dijo que allí nunca llovía, pero aquella noche llovió.
El cielo lloraba su muerte y los truenos gritaban su nombre.
Abdel me cambió la vida. Me abrió
los ojos frente a una sociedad mucho menos avanzada que en la que
estamos acostumbrados a vivir, en la que la muerte es algo menos
natural que en África, donde muere un niño al día en una tribu.
Me enseño que un niño puede crecer con únicamente un balón en mal
estado y mil y un sueños.
Aquel
niño me enseñó que por muy lejos que fuera siempre le recordaría
y por mucho que mi memoria empezase a flojear siempre llevaría
corazón de África.